Por Gabriel Boragina ©
Un problema que no es nuevo y que parece haberse agravado con el tiempo es de la asistencia pública, o más conocido en la jerga económica como el del asistencialismo. La ayuda a los pobres es un tema de siempre. En el Nuevo Testamento Cristo decía a sus discípulos "A los pobres los tendréis siempre con vosotros y siempre podréis hacerles bien". Claro que hablaba de la asistencia privada, y no lo que hoy se conoce como la asistencia "pública" que recibe diversos nombres en diferentes países según van cambiando los gobiernos y las épocas.
En Argentina, se los designa actualmente como "planes sociales". Estos planes no son privados sino gubernamentales, y como diría L. v. Mises siempre se planifica sobre la base de recursos que el gobierno quita a los gobernados mediante diferentes mecanismos expoliatorios, de los cuales el más utilizado es el fiscal a través de los impuestos. Pero no son los únicos instrumentos con los cuales los gobiernos realizan su tarea expoliatorio. Todo se reduce al apotegma de quitarles a unos lo que les pertenece para darles a otros lo que no les pertenece, que es el dogma sobre el que se basa el principio de la "justicia social".
Pero como decimos arriba, el tema no es nuevo, y tampoco se localiza en un solo país sino que, inclusive, en lo que siempre se ha tenido como el "paradigma mundial del capitalismo" (los Estados Unidos de Norteamérica) hace mucho tiempo que son familiares:
"De alguna manera, el hecho de que cada vez haya más pobres que reciben asistencia social, con pagos más generosos, no parece haber hecho de este país un buen lugar para vivir -ni siquiera para los beneficiarios, cuya condición no parece perceptiblemente mejor que cuando eran pobres y no recibían ayuda."[1]
Si eso se dice del "gran país del norte" ¿qué podría esperarse de los demás países de economías inferiores, y de los denominados subdesarrollados? Si cada vez son más los pobres que cobran más dinero y siguen sin salir de la pobreza, ello implica que esos dineros se les están quitando a otras personas, con lo cual es a ellos a los que se los vuelve cada vez más pobres en la medida que más fondos se les sustraigan.
Esto permite deducir –además- que esas extracciones de dinero no son voluntarias sino coactivas. Parte de esa masa de pobres que se ha incrementado son personas a quienes antes se las ha expoliado para entregar el fruto del botín a otras que (antes de recibirlo) ya eran pobres y después de recibido lo siguen siendo porque, naturalmente, entre otras razones todos tienden a despilfarrar aquello que no les ha costado nada ganar, pensando que después del gasto volverán a recibir una cantidad equivalente o superior a la dilapidada.
"Parece que algo salió mal; una política sensible a los problemas sociales por parte del populismo socialdemócrata engendró todo tipo de consecuencias inesperadas y perversas. El espíritu que antes animaba a la profesión de los asistentes sociales era muy diferente -y libertario-. Había dos principios básicos: a) que todo pago destinado a la beneficencia y al bienestar social debe ser voluntario, realizado por instituciones privadas, en lugar de constituir una acción coercitiva del gobierno; y b) que el objeto de dar debería ser ayudar al beneficiario a hacerse independiente y productivo tan pronto como fuera posible. Por supuesto, en última instancia, (b) surge de (a), puesto que ninguna agencia privada es capaz de reunir la cantidad de dinero virtualmente ilimitada que puede extraerse del sufrido contribuyente."[2]
Estos dos principios quedaron eliminados cuando aparece la figura del "estado benefactor" o "de bienestar" que -en pocas palabras- ha venido a reemplazar la caridad privada por la estatal, creando lo que pudiéramos denominar como una nueva y tenebrosa categoría: la del mendigo estatizado profesional, que surge como una casta parasitaria que, junto a la burocracia, se emplean en fagocitar los recursos de los que podríamos llamar la clase productiva de la economía, aquella que -mediante su trabajo- financia los consumos de los nombrados beneficiarios y burócratas, cuando antes solo debían solventar los de estos últimos. Por el contrario, el antes "beneficiario", en lugar de hacerse independiente, se convirtió en totalmente dependiente del gobierno de turno, ya que se cometió la enorme torpeza de transformar lo que antes era una ayuda en un "derecho" y -como tal- exigible por cualquiera que se considerare a sí mismo en "estado de necesidad".
"Como los fondos de asistencia privados son estrictamente limitados, no hay lugar para la idea de "derechos" a la beneficencia pública como una exigencia permanente sobre la producción de otros. Como corolario de la restricción de fondos, los trabajadores sociales también se dan cuenta de que no existe la posibilidad de ayudar a los simuladores, a aquellos que se niegan a trabajar o que utilizan la asistencia de manera fraudulenta; de ahí el concepto de pobres "merecedores" en contraposición al de "no merecedores".[3]
La restricción de fondos es pieza clave para que dicha clase parasitaria no aparezca, y de haber surgido se halle sin posibilidad alguna de consumir la economía del país donde tan nefasta política se haya puesto en marcha. Por desgracia, hay naciones (sobre todo las latinoamericanas) donde esta funesta "institución" se ha convertido precisamente en eso: en una institución. Se ha incorporado a la legislación como formando parte del gran cúmulo de los "derechos sociales" que operan en el mismo sentido ya explicado antes: quitarles a unos lo que les pertenece para darle s otros lo que no les pertenece.
"Así, la Organización de Caridad Social (Charity Organization Society), una agencia inglesa del laissez- faire del siglo XIX, incluyó entre los pobres no merecedores que no eran elegibles para la beneficencia a aquellos que no la necesitaban, a los impostores y a los hombres "cuya condición se debe a la imprevisión o al derroche, y no hay esperanzas de que se los pueda hacer independientes de la asistencia [...] caritativa en el futuro".[4]
La caridad estatal -en cambo- es abrazada por los políticos porque les brinda excelentes resultados electorales al hacer al electorado dependiente de los "planes sociales" que le logran ingresos equivalentes a los que podría obtener en cualquier empleo productivo o entradas mayores aún. Esto ocasiona un incentivo al ocio y dependencia de la caridad estatal, y reporta excelentes beneficios electorales a los políticos que, en sus campañas, compiten entre sí ofreciendo la mayor cantidad de desatinos posibles y promesas irrealizables con el objeto de captar a un electorado cautivo.
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