Por Gabriel Boragina ©
Hace poco alguien me envió un video donde había dos personas exponiendo sobre sistemas electorales. Como ya he comentado otras veces, no me gusta ver videos. Me resultan terriblemente pesados y soporíferos. Y peor todavía si el video es de larga duración. Prefiero el artículo o el libro. Me resultan más llevaderos y los entiendo y retengo mejor. Además, los disfruto. Con los videos me sucede todo lo contrario.
Pero tampoco me gusta ser desatento, y como la persona que me lo enviaba evidentemente lo hacía para conocer mi opinión sobre el tema (sabiendo que escribí y publiqué varios libros sobre la democracia) o quizás para convencerme de lo que exponían los disertantes, me propuse hacer un esfuerzo y tratar de verlo.
Pero pese a toda mi buena voluntad, no pude pasar de la exposición del primer orador, cuyo nombre no recuerdo ya que no guardé el video (en rigor, no lo hago con ninguno). Por lo que aquí voy comentar es la impresión que me causó la tesis que pretendió sostener en el mismo.
El argumento fundamental de esta persona era que las sociedades son producto de sus sistemas electorales. A las sociedades les va bien o mal -enfatizaba en términos más que concluyentes- de acuerdo al sistema electoral por medio del cual eligen a sus representantes. Hizo un caluroso elogio del modelo suizo en tal sentido, y lo presentó como "ideal" para todos los casos y -en particular- para el argentino. Hasta llegó a insinuar que toda la idiosincrasia de un pueblo estaba en función de ese único factor (el procedimiento electoral).
Dentro de las cosas que dijo esta persona mencionó que, fruto del sistema electoral que rige en América (incluyendo la del Norte y del Sur) los que terminan gobernando son siempre partidos o de extrema izquierda o extrema derecha, y nunca partidos de centro o moderados. Agregó que los sistemas electorales de estos países generan continuos "enfrentamientos" y posiciones radicalizadas entre dos bandos opuestos, los que -producto también del mecanismo eleccionario- viven en una confrontación permanente. Culpabilizó de esto desde a Aristóteles hasta los monjes del medioevo. No citó en su apoyo ninguna bibliografía excepto un libro de su propia autoría, donde (palabras más palabras menos y en su propia expresión) repetía lo mismo que estaba exponiendo en esa conferencia.
No es mi intención analizar en esta nota el tema que los disertantes pretendían debatir o mostrar sino controvertir la idea que implícitamente ambos compartían: por la cual las sociedades son moldeadas a imagen y semejanza de las leyes electorales que las rigen. Por supuesto no comparto la tesis del conferenciante. Ya que -en mi opinión- hace como se dice “poner el carruaje delante del caballo". Las instituciones no crean la sociedad sino que es a la inversa: es la sociedad la que crea sus instituciones y -por supuesto- entre ellas las electorales. La manera de votar y las leyes que establecen y la regulan son -como todas las leyes- productos sociales sancionados ya sea por las costumbres o las legislaciones creadas por los organismos de facto o de jure de gobierno y aceptados -por las buenas o por la malas- por los miembros de esa sociedad.
Tampoco puedo coincidir con la idea del expositor que, desde los comienzos de la historia los pueblos han tenido gobiernos de externa izquierda o de extrema derecha, y que esta polarización "impuesta" por los aparatos electorales de cada país, ha conformado el perfil social de las naciones. Soslaya este punto de vista que la democracia es una creación relativamente reciente en la historia mundial. Tiene poco más de dos siglos, ya que las experiencias antiguas griega y romana fueron tan efímeras y tan particulares que nos impiden tomarlas como antecedentes de nuestras modernas democracias. La mayor parte de la historia se desarrolló bajo monarquías, imperios y formas despóticas de gobierno que aun hoy, si bien focalizadamente, perduran.
Pero lo que ahora me interesa resaltar es que los exámenes parcializados que intentan tomar un sólo elemento y hacer de él el central o el gravitante o -peor aún- el exclusivo omiten una realidad que es compleja y en la que interactúan múltiples elementos casuales que van mutando y transformándose unos a otros y a sí mismos a la vez. Y sin quitar la importancia que tiene la institución electoral, se cae en una falla muy grave como cuando el disertante que comento quiere hacer depender de él todos los males o todos los bienes de lo que sucede en el mundo. Se incurre así en un reduccionismo que invalida el examen de la materia que se trata, lo hace poco serio y rápidamente descartable.
Por supuesto que, hay grandes marcos causales que generan (o de los cuales derivan) encadenamientos sub-causales, pero no se puede confundir un componente concausal o sub-causal o identificarlo sin más con el único, exclusivo y principal, como si fuera el origen de todo y que no sufriera influencia ni de arriba, ni de abajo, ni de costado de nada. No se puede incidir en la simpleza de decir que lo que es efecto en realidad es causa. Y menos aún afirmar que se trata de la única causa con exclusión de todas las demás. Tal exageración reduccionista no resulta admisible.
Uno de esos grandes marcos causales es el cultural que, a su vez, recibe la influencia de varios otros. Las sociedades son el resultado de esos constituyentes causales, y las instituciones políticas son los efectos de ellos. No se puede confundir lo instrumental con lo esencial. Los sistemas políticos y los dispositivos electorales son simplemente medios de los que la sociedad se vale para perseguir fines, en este caso, políticos, de la misma manera que la sociedad utiliza muchos otros medios para obtener objetivos de otra naturaleza.
De idéntica forma que sería erróneo concluir que el integrante primordial de la construcción es el martillo (cuando muchas más herramientas son las que la hacen posible) igual de equivocado sería rematar apresuradamente que la sociedad es el resultado de las reglas que las leyes le imponen para votar. Porque esas leyes son producto de esa misma sociedad, ya sea de modo directo o a través de sus representantes, queridos o no.
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