Por Gabriel Boragina ©
‘’Ahora bien, aclarado lo que estamos hablando, el costo se puede definir objetivamente como los componentes de la cosa, como un problema de contabilidad y así lo hace buena parte de la ciencia económica contemporánea empezando por los socialistas. O el costo se entiende como un problema subjetivo. El costo de algo es lo que yo dejo de hacer para hacer algo, es decir, la alternativa, el costo de la carpeta es lo otro que pude comprar, el costo de una clase es lo que he dejado de hacer, el costo del novio es el otro novio al que deje para estar con el que tengo’’.[1]
Frente a esta redacción no del todo clara, es menester volver a reiterar lo que dijimos antes: el costo subjetivo no es solo lo que dejo de hacer sino lo que dejo de tener para hacer o tener otra cosa en su lugar. Quizás sea más exacto decir que el costo de algo es el bien o servicio al que debo renunciar para obtener otra cosa que luce a mi juicio más preferible. La palabra más correcta que designa este fenómeno es la de sacrificio.
La voz ‘’bien’’ en este caso no está estrictamente circunscripta a lo que en economía se entiende como bien económico sino que su sentido es mucho más amplio, e incluye todo aquello que produce satisfacción al sujeto actuante, significado que otorga el término más explícito aun de bienestar. Va de suyo que, toda actividad humana que apunte a la incorporación de bienes o servicios a su vida tiene por objeto incrementar el bienestar de la persona que así se comporta. Estos bienes pueden ser tanto de orden material como espiritual o psicológico.
‘’Si hemos contenido o por lo menos recordado o repasado los conceptos de costo, regresemos a nuestro tema. ¿El derecho es gratuito? Obviamente no, y los abogados y los economistas creen que sí. Todos los modelos económicos de equilibrio general creen que el derecho es gratuito y constante. Es decir, creen que cumplir con la ley no cuesta nada, y en segundo lugar creen que las normas legales se cumplen necesariamente. Es decir, que como hay contratos en la legislación, que como hay propiedad en la legislación, que como hay normas en la legislación, esos contratos, esa propiedad y esas normas, existen en la realidad, cuando no hay nada que sugiera semejante creencia. El derecho no es constante ni gratuito. Los abogados por su parte basan toda su gigantesca construcción intelectual en la misma falacia: suponer que el derecho es gratuito’’.[2]
No solo el proceso de elaboración de normas es costoso (como todas las cosas en un mundo de escasez lo son) sino que la puesta en marcha y el cumplimiento de esas normas generan nuevos costos a quienes las ejecutan y a aquellos que deben cumplirlas.
Que la legislación prevea la figura de los contratos y que los regule de una manera o de la otra no necesariamente va a significar que esos contratos se ejecutarán ni que lo harán de la manera en que la ley lo determina. En rigor, las leyes en nuestro sistema positivista originan e imponen costos que si no figuraran en esas normas no existirían. Las leyes normalmente crean figuras que no existen en el mundo real, porque en dicho sistema positivista la intención es que el legislador regule la sociedad y la diseñe a su propia voluntad. Por eso es que el sistema positivista es tan funcional a los regímenes totalitarios.
Si los costos de la formalidad legal los agentes los estiman altos, acudirán a la informalidad legal donde los costos lucen menores y viceversa. Las preferencias subjetivas siempre prevalecerán por encima de cualquier norma externa.
‘’Los iusnaturalistas y los positivistas creen que el derecho es gratis y que cumplir con las normas no cuesta nada, cuando no es verdad. Muchos seguramente ya saben cómo llenar una declaración de impuestos. ¿El derecho es gratuito? Obviamente pagar impuestos cuesta, y no solo cuesta lo que significa la tasa del impuesto, tienes que aprender a pagar impuestos y descubrir cómo se pagan impuestos. Un contrato. Un contrato cuesta no solamente el precio que pagas por el bien o por el servicio, sino cuesta contratar ¿por qué? Porque la información no está en el mercado y tienes que buscarla y descubrirla, y porque para ello requieres tiempo que tiene que invertir y distraer de otra actividad’’.[3]
El autor se está refiriendo a los costos de transacción de los cuales se ocupará enseguida. En realidad no está del todo bien expresado eso de que ‘’la información no está en el mercado’’. Debió haber querido decir que la información no es accesible de manera gratuita sino que debe buscarse e investigarse lo cual obviamente lleva tiempo y dinero, lo cual conlleva los consabidos costos de oportunidad.
En favor de su postura, es posible que la información no esté disponible de momento porque no exista y deba generarse. Pero explicarlo de este modo resulta mucho más diáfano. Una vez que el dato se haya creado, el agente deberá buscarlo y eso, obviamente, tendrá su respectivo costo.
Pero hay un punto que el autor no trata y que creemos importante incorporar: el costo de la legalidad incluye el costo de legislación donde también deben contabilizarse los salarios (dietas en Argentina) que cobran los legisladores por su función de legislar. Estas dietas son muy onerosas y no están en función de la cantidad de proyectos de ley que presentan los legisladores sino que sus estipendios son fijados por ellos mismos en sus sesiones sin control superior de ninguna índole y sin más límite que el que impongan sus propios integrantes de cada cámara. El agravante a todo esto lo constituye el hecho de que ese costo es soportado por toda la comunidad, ya que sus dietas salen de rentas generales, es decir lo pagan todos los ciudadanos, incluso a aquellos a los que las leyes sancionadas no les alcanzan.
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