Por Gabriel Boragina ©
‘’Explicaremos el problema de las economías de escala. ¿Por qué digo que la ley tiene economías de escala como fuente del derecho? Eso me obliga a explicarles qué es una economía de escala. Los que son economistas me disculparán por la simpleza de la explicación. Es muy sencillo. No es lo mismo hacer uno que hacer cien; si tú haces un par de zapatos te cuesta más que si haces cien, y por su puesto hacer mil te cuesta menos y hacer un millón te sale menos y por eso China invade el mundo’’[1]
La extrema simpleza de la explicación deja de lado elementos sin cuya mención la conclusión del autor carece de sentido. Y así, desecha un factor fundamental sin el cual el ejemplo escasea de lógica. Ese elemento es el tecnológico que es -en suma- el que permite las economías de escala. Porque si hago un par de zapatos sin herramienta alguna -salvo las de mis manos- hacer dos pares me llevará el doble de tiempo, trabajo y de materia prima, con lo cual no me cuesta menos hacerlo sino más.
Prescinde (o quizás da por sentado) que lo que baja los costos (y por ende permite las economías de escala) es la tecnología y no el trabajo manual. Porque deja de lado dos componentes claves: tiempo y medios tecnológicos. Es la tecnología la que permite la producción en masa, como bien explicara L. v. Mises, y la que reduce los costos de manera geométrica o proporcionalmente. Ningún otro constituyente logra ese resultado. La máquina hace el trabajo de muchísimas personas y en menor tiempo que si se contratan muchos zapateros sin tecnología alguna.
‘’Eso es en vulgar. Economía en escala significa que los costos unitarios decrecen por la cantidad de productos o de servicios que haces, eso es grosso modo. Bien, traslademos ese concepto a la ley. ¿Por qué digo que la ley tiene economías de escala superiores a la costumbre como fuente de derecho? Porque con una ley haces muchas cosas que requerirían centenares de miles de millones de costumbres independientes en un periodo de tiempo muy largo y prolongado’’.[2]
El autor sigue sin mencionar los integrantes fundamentales que deben darse para la aparición de economías de escalas, pero damos por supuesto que los asume -sin más- para no caer en una explicación económica que lo aparte del tema central.
Cómo apuntamos anteriormente, en realidad, la ley no es otra cosa que la síntesis de las costumbres del lugar donde se crea. Por eso, las primeras leyes eran, en rigor, recopilaciones de esas costumbres seguidas ancestralmente por años e incluso por siglos, y los primeros códigos romanos llevaban (no casualmente) ese mismo nombre (recopilaciones).
Por supuesto, a medida que los gobiernos iban monopolizando la creación de las leyes, y se iban constituyendo en sus únicos productores (en términos económicos), esas recopilaciones pasarían a ser las de las leyes creadas por los distintos reyes, monarcas, etc. habidos en el tiempo, en los que a veces se combinaban las costumbres con la voluntad del rey (o reyes, dinastías, etc.) y -en otras- se dejaban de lado las costumbres para dar paso únicamente a la voluntad y -cuantiosas veces- al capricho de los gobernantes de turno.
‘’La costumbre para existir requiere de un periodo muy largo de tiempo. Cualquier uso no es costumbre, los clásicos decían que para que haya costumbre hay dos requisitos: interverata consuetudo y opinio necesitatis. Eso requiere tiempo y gente, de mucha gente haciendo lo mismo en un periodo de tiempo, la ley no. De una sola ley que haces hoy, solucionas miles de problemas’’[3]
O creas miles de problemas, reiteramos lo dicho en nuestros comentarios anteriores. El autor sigue partiendo de la base que las leyes siempre son buenas, tienen nobles propósitos, ayudan a la gente cuando, en muchos casos, resulta todo lo contrario. Volvamos a los casos de las leyes donde rigen gobiernos dictatoriales. Esa legislación, si bien formalmente cumple con todos los requisitos de lo que el mundo jurídico cataloga como ‘’ley’’, no deja espacio ni para el derecho ni para la justicia, porque esas leyes sólo responden a la voluntad del déspota, tirano o dictador de turno.
No es que estemos refutando al autor sino que, sencillamente, decimos que el análisis completo del tema no puede dejar de lado los aspectos éticos y morales de la ley.
Con esto retomemos el tema de la ley eficiente o ineficiente que es importante en este punto. Y con el de las preguntas ¿para quién es eficiente la ley? ¿Para el gobernante que la hace, o para el ciudadano a quien está destinada?
‘’Piensa en el Código Civil ¿has visto la cantidad de problemas que resuelve el código civil? La ambición napoleónica era que el Código Civil fuera el catecismo del ciudadano, que el ciudadano sólo tuviera que leer el Código Civil y solucionara toda su vida. Allí está todo. Las relaciones de padres e hijos, los esposos, los contratos, las herencias, las responsabilidades por los daños, todo, que no hubiera necesidad de ninguna otra ley. Entonces la ley tiene economías de escala para resolver problemas. Si tú con una ley puedes hacer todo simultáneamente, pues mucho mejor’’[4]
En la práctica ha sucedido lo contrario. Y ponemos nuevamente el caso argentino que es el que más conocemos por trabajar en el área legal. A finales del siglo XIX se sancionó la ley del código civil creado por el Dr. Dalmacio Vélez Sarsfield, que puede catalogarse como una verdadera obra maestra del derecho, considerando la época de su sanción.
Pero, con el andar del tiempo, la modificación en las costumbres sociales, el avance del intervencionismo estatal, los cambios de gobierno (con la diferente ideología política del partido al que le tocara asumirlo) y el (varias veces) injustificado fanatismo por ‘’lo nuevo’’ (que no necesariamente implica mejorar lo ‘’antiguo’’ sino que la mayoría de las veces no pasa de ser una simple moda) entre otras razones dignas de mejor causa, fueron apareciendo leyes que, o bien enmendaban sinnúmero disposiciones del código original, o agregaban, modificaban o suprimían artículos, hasta convertir el código primigenio en virtualmente lo que coloquialmente se conoce como una verdadera ‘’sopa de letras’’.
Al menos en el caso argentino, esa ‘’ambición napoleónica’’ nunca se cumplió, salvo por un periodo muy breve antes de que comenzara ese proceso de continuas reformas y contrarreformas que llevó décadas, hasta que en el año 2015 directamente se lo reemplazó por otro código.
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