Por Gabriel Boragina ©
Pero no sólo los particulares están excluidos de estas prerrogativas que se arroga el gobierno federal sino que tampoco las provincias pueden hacerlo. Veamos:
''Artículo 126.- Las provincias no ejercen el poder delegado a la Nación. No pueden…ni acuñar moneda; ni establecer bancos con facultad de emitir billetes, sin autorización del Congreso Federal;….ni dictar especialmente leyes sobre…bancarrotas, falsificación de moneda o documentos del Estado…...’’
Es decir, el monopolio monetario es exclusivamente estatal nacional, ni provincial, ni mucho menos privado.
Concluimos, entonces, que si bien (desde el punto de vista económico) estamos convencidos de los beneficios que traería a la economía de cualquier país la eliminación de la banca central, como así también y en forma simultánea el curso legal y forzoso de la moneda, desde el ángulo jurídico y constitucional se impone primero la remoción de estos obstáculos constitucionales para poder llevar a cabo la tan perorada reforma monetaria. Y el verdadero problema se centra en estos aspectos:
- Debe haber un consenso mayoritario en la necesidad de privatizar la moneda y la banca.
- Al mismo tiempo -o en segundo lugar- un similar acuerdo en una reforma constitucional que remueva los incisos indicados del artículo 75 de la Carta Magna.
La realidad es que, hoy por hoy, en la Argentina no existen ni las condiciones 1 ni 2.
Ni en la ciudadanía está (ni siquiera próximo) ese consenso, ni en la llamada clase política muchísimo menos, y aún estamos convencidos que, si se lograra el requisito 1, seria harto difícil (por no decir imposible) que se arribara al número 2.
El problema en Argentina (como hemos dicho muchas veces) es que las reformas constitucionales siempre han sido muy peligrosas y en contra de la ciudadanía, y en favor de la dirigencia política. Por eso, ha sido siempre la dirigencia política las que las han promovido y no la ciudadanía que, aunque declama la constitución con alguna frecuencia, ignora en mayor parte su contenido.
Tal ha sido el caso de la desastrada reforma de 1994, que ha incorporado textos que se contradicen unos con otros (especialmente con los que no se modificaron de la constitución originaria) siendo el resultado de injertos ideológicos incompatibles con la Constitución Fundadora Alberdiana, los que dieron como resultado lo que el presidente durante cuyo mandato fue llevada a cabo calificara con certeza como un mamarracho.
Se corre el riesgo que, de proponerse una reforma con el fin de eliminar cláusulas contrarias la libertad de mercado, los políticos (que son quienes en definitiva las llevan a cabo y las hacen posibles) incluyan otras que aumenten su poder. Con lo que –paradójicamente- al ampliar el poder de ellos se disminuye el de los individuos.
Fue el caso de la reforma del 94 que disminuyó la cantidad de votos necesarios para llegar a la presidencia de la nación, eliminó el colegio electoral restando representación a las provincias en favor de la Capital Federal, y estableció un sistema de doble vuelta entre quienes no alcanzaron a obtener mayoría absoluta de votos.
Los economistas estatistas (muchos de ellos también legisladores, o sus asesores), por su lado, son bien conscientes del tremendo poder político que el manejo de la moneda les confiere a los gobernantes, y difícilmente consentirían remover las normas constitucionales que les otorgan tales artículos de la Ley Fundamental.
Si sólo nos detenemos a pensar que muchos de los sueldos de esos legisladores que tendrían que votar la ley para reformar la constitución se pagan merced a la potestad de emitir billetes que esa misma constitución le dispensa al congreso mediante la creación de bancos estatales, podremos de inmediato comprender lo ilusorio que es cifrar las esperanzas en que esos mismos legisladores estén ‘’deseosos’’ de derogar lo que (en muchos casos) es y será la única o principal fuente de sus ingresos.
Otro tanto cabe decir respecto a las idénticas atribuciones que la constitución le concede al congreso para establecer impuestos sin límite alguno.
Ni la emisión de moneda, ni la creación de impuestos tienen ningún contrapeso, ni en el texto constitucional originario ni en el reformado
Todo lo contrario: la ‘’nueva’’ constitución delega al gobierno mayores atribuciones y poderes que lo que lo hacia su precedente, lo que necesariamente y por vía indirecta implica un mayor gasto público, y todos los esfuerzos que se puedan hacer por los sucesivos gobiernos que eventualmente se propusieren de veras reducirlo, encontrarán el escollo de la misma constitución para sus propósitos.
Y las leyes que se dictaron (y se siguen dictando en consecuencia de la constitución) no han hecho más que ampliar su volumen.
El banco central es una fuente de riqueza inagotable para todos los gobiernos, no sólo en Argentina sino en el mundo conteniendo, desde luego, aquel histórico bastión del liberalismo que alguna vez supieron ser los EE.UU. (y que obviamente ya no lo son).
Su incorporación en una constitución (en el caso, la Argentina) es una de las mayores desgracias que a un pueblo puede ocurrirle. Y los esfuerzos de cualquier legislador liberal (envolviendo a los que honestamente lo son) serán vanos, en tanto no se remueva dicha barrera constitucional.
Lo único que puede revertir esta situación (como ya aclaramos anteriormente) es que -de repente- el gasto público creciente cayera en una impopularidad tan inmensa que una mayoría de peso suficiente reclame su supresión junto con la eliminación de todas las instituciones que lo crean, y que este fenómeno extraño coincida con un clamor por una reforma constitucional que barra de una vez (y para siempre) con cualquier cláusula constitucional que otorgue cualesquier clase de poder a los gobiernos para manipular la moneda.
Ya dijimos que (en la Argentina por lo menos) que esto sucediera seria -hoy por hoy- similar a la ocurrencia de un milagro de proporciones gigantescas.
Una propuesta liberal/libertaria que no contemple los parámetros dados previamente, demuestra (en el mejor de los casos) no otra cosa que pura ingenuidad y puerilidad, por una completa falta de comprensión y de conocimiento del aspecto legal del problema.
No basta tener en claro el objetivo sino ser consciente de los medios para llevarlo a cabo y del contexto socio cultural donde se pretende hacerlo.
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