Por Gabriel Boragina ©
Todo gobierno populista necesita una dicotomía social fuerte en la que sustentarse para poder construir poder y mantenerse, si es posible, indefinidamente en el mismo.
El actual gobierno argentino lamentablemente no es una excepción a esa confrontación perennemente que en lo político vive el país.
Pero la historia política y económica ha demostrado que esa división artificial al que las sociedades intrínseca y culturalmente populistas adhieren con entusiasmo, ha demostrado recurrentemente que no sirve en manera alguna, ni para resolver los problemas económicos, ni tampoco para lograr un avance sustentable en una dirección definida.
Esto es lo que, entre otras cosas, diferencia un gobierno populista de otro democrático y republicano.
No es el enfrentamiento permanente sino la concordancia en políticas coherentes y de mercado lo que hace prosperar las naciones, como tanto los liberales clásicos del pasado como los del presente lo tienen bien en claro.
El populista, en cambio, necesita de la confrontación, y la alienta siempre que puede porque en su rol mesiánico no admite competidores que puedan disputarle el papel protagónico de único salvador y ungido. En ese sentido, el actual gobierno argentino ha cimentado su programa en los que las misteriosas ‘’fuerzas del cielo’’ le han dictado.
Hacia donde conducirá tanto desvarío todavía resulta ser una incógnita, pero por cierto el camino sinuoso que se ha tomado tiene pocos puntos de contacto con lo que el liberalismo e incluso el libertarianismo que con énfasis esgrime el partido gobernante viene realizando hasta el presente.
Los indicadores económicos siguen siendo negativos y la situación desastrosa que hubo dejado el peronismo del ‘’Frente de Todos’’ no parece remontarse, o al menos con la facilidad que tanto se propagandeó durante la campaña por los que tienen hoy las riendas del poder.
Vuelve a caerse en la excusa fácil de que la culpa es exclusivamente de los que estuvieron antes, pero la realidad es que si el gobierno fuera realmente liberal debería conocer y poner en práctica los postulados liberales que sí, de hacerse, resolverían rápidamente los problemas que siempre deja el intervencionismo.
La realidad es que el gobierno no conoce esos principios sino que solamente los declama. Es decir, resultó ser un discurso regularmente aprendido que se recitó en campaña solamente para diferenciarse del resto de las ofertas políticas, pero que, en realidad, ni se conocía bien, ni tampoco se creía posible su aplicación o, si en verdad alguna vez se lo creyó, da la pauta que se les dio el laurel a un grupo de improvisados e ingenuos que van a la deriva.
Como dijimos varias veces, no será tarea fácil desarmar todo el andamiaje cultural y, sobre todo, legal que impide realmente convertir al país en una economía de mercado, ya que parece que todos esos factores conspiran en contra del objetivo, si es que realmente ese es el objetivo y no otro que no se hace explicito, o ni siquiera se conoce por los propios responsables del poder.
La existencia de amplios sectores sociales acostumbrados desde hace décadas a vivir de la dadiva del gobierno y del estado/nación, dificultará el cambio, repetimos, si es que ese cambio realmente se lo desea, lo que no parece ser el caso. La sociedad argentina es estatista y populista, un coctel terrible fruto de décadas de una cultura cuidadosamente consolidada.
El paternalismo estatal campea por doquier y a su amparo medran tanto empresarios prebendarios como trabajadores, sean estos empleados o desempleados, voluntarios o involuntarios, ninguno de los cuales quiere perder los privilegios obtenidos bajo su paraguas de subsidios cruzados, directos o indirectos, en un sentido o en otro, mientras que los demás, siguiendo su ejemplo, buscan posiciones favorables a cualquier nivel.
No ha de creerse que estos sectores operan al margen de la ley. Por el contrario, lo hacen con el auxilio de la misma. De allí la dificultad que avizoramos del cambio. Porque la ley es declaradamente intervencionista y proteccionista, y esta tendencia se agudizó con la reforma constitucional de 1994.
Lo que parece indudable es que el encumbramiento de los que hoy ocupan posiciones de poder, no fue fruto más que de una coyuntura muy particular donde no había candidatos de nivel ni calidad, y el desastre económico era por demás evidente y, en realidad, se votó en contra de los responsables del momento a falta de otras opciones verdaderamente coherentes y saludables políticamente, o de haberlas (el caso de la Sra. Bullrich) no se cumplía el ‘’requisito’’ de ese imprescindible liderazgo indiscutido que el votante populista argentino siempre busca afanosamente en sus candidatos.
Y asi, la fórmula ‘’casta/anti casta’’ sirvió para ganar las elecciones más que nada por su originalidad. Era un eslogan algo diferente a los conocidos y archi trillados ‘’izquierda/derecha’’ tradicionales. Se prometía doblegar a la ‘’malvada casta’’ y hacerle pagar todos los costos políticos y económicos del ajuste que inevitablemente vendría, y castigar a los corruptos que -por supuesto- todos los asi tildados pertenecían indefectiblemente a la casta. Estos eslóganes, más la paupérrima oferta de candidatos en danza, dieron como resultado el triunfo electoral. Finalmente, y como era de esperarse para unos pocos, obtenido el voto, nada de lo prometido se llevó a cabo, excepto el ajuste que, como tantas otras veces, se hizo recaer sobre la ciudadanía y no en la ‘’casta’’. Muchos de cuyos más conspicuos representantes, paradójicamente, hoy forman parte del gobierno ‘’anti casta’’.
Sucede que, como tantas veces expresamos, la ‘’lógica’’ populista, su estrategia confrontativa y que busca dividir a la sociedad entre ‘’buenos’’ y ‘’malos’’ ‘’justos’’ y ‘’pecadores’’, no sólo no ha solucionado ningún problema sino que los ha agravado, por lo que persistir por ese camino no conduce más que a los mismos fallidos resultados. Es un error, y el error se maximiza cuando se invoca hacerlo en el nombre del liberalismo o libertarianismo como sucedió en el pasado con otros experimentos del mismo signo o parecido (popularmente se tildó como ‘’liberal’’ el doble gobierno de Menem).
El liberalismo nunca ha buscado partir sino sumar. Porque no hay otro camino para llegar al verdadero y perdurable bienestar social. Por eso, la máxima populista del ‘’divide y reinaras’’ no puede jamás ser la bandera del liberalismo.
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