Accion Humana

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El respeto a la ley

 

Por Gabriel Boragina ©

 

Este es un tema al que los argentinos son poco afectos, lo que incluye a sus más altas autoridades, e incluso a muchos quienes deben hacer cumplir la ley.

El tópico se enrarece cuanto más alto es el nivel de los operadores jurídicos, empezando por el propio gobierno.

Hay una tradición en cuanto al irrespeto a la ley. Sobre todo cuando se trata de la ley que han creado gobiernos que han pasado y que se han esforzado por fundar sus propias leyes, muchas veces con el sólo propósito de desconocer otras leyes anteriores de partidos adversos o simplemente opositores.

Así, hoy tenemos una mezcolanza importante de leyes que se superponen unas a otras, se contradicen, y generan lo que he denominado en otros momentos como caos jurídico. En ese marco los que trabajamos con leyes tenemos que desenvolvernos.

Esta tradición es la que ha motivado las tan numerosas rupturas constitucionales que ha tenido el país y que han marcado un camino. Pero ¡cuidado!. No debemos caer en el error que cuando decimos ruptura constitucional nos referimos solamente a los famosos gobiernos militares como la conciencia popular cree hoy. La ruptura constitucional tiene un sentido mucho más amplio, puede darse (y se ha dado con frecuencia) bajo gobiernos que posan y se hacen llamar ''democráticos'' e, incluso, ''constitucionales'', aunque no lo sean.

Claro que, un gobierno puede ser democrático y al mismo tiempo anticonstitucional. Esta aparente paradoja deriva de que, el hecho de acceder por medio del voto popular no asegura ni garantiza que el elegido va a respetar la Constitución. De hecho, en la historia argentina, quienes arribaron al poder por medio del sufragio pocas veces la observaron excepto en la parte donde se establecen los mecanismos electorales (especialmente en cuanto a la cantidad de votos necesarios) pero se han caracterizado por ignorar lo referente al capítulo de Principios. Derechos y Garantías del texto constitucional.

Esto impide que todos los gobiernos llamados democráticos hayan sido, en plenitud, constitucionales. En mayor o menor grado violaron disposiciones constitucionales de mayor o menor gravedad. Pero difícilmente podemos encontrar un gobierno que no lo haya hecho.

El gobierno actual no es excepción a esta tradición y regla. Comenzó su gestión tratando de imponer por la fuerza un decreto invocando una ‘’necesidad y urgencia’’ que claramente no existían y que, si bien la Constitución autoriza, en ciertos casos, el dictado de estos decretos, la misma Constitución se encarga de establecer estrictas condiciones y limitaciones a esta facultad, aun cuando (fruto de la reforma de 1994) la Constitución histórica alberdiana no contenía una disposición similar, lo que no impidió que gobiernos (tanto militares como civiles) aplicaran por su propia cuenta tales decretos, modalidad que, repetimos, se comenzó a practicar aun cuando la ley constitucional lo impedía, y penalizaba en su art. 29 a los poderes legislativos (nacional y provinciales) de autorizar o delegar esta práctica en los respectivos poderes ejecutivos.

Esta generalizada falta de respeto a la ley tiene muy fuertes vinculaciones con las crisis económicas que recurrentemente han asolado al país. Es que la ley y la economía tienen lazos indiscutibles e insoslayables que, tarde o temprano, se muestran y evidencian en toda su magnitud.

Ninguna economía sana es posible si no hay una ley que la proteja. Sin reglas de juego claras y estables, esto es perdurables en el tiempo,  ninguna economía puede funcionar. Si la economía de mercado no encuentra reconocimiento legal no podrá marchar correctamente. La experiencia de los países comunistas que quisieron prohibir la propiedad privada, los precios libres, el mercado y todas las instituciones que la economía de mercado implica cayeron por su propio peso luego de decenios de penurias para sus pueblos.

No se trata de imponer la propia ley de cada gobernante sino de una ley impersonal que reconozca la necesidad de la economía de mercado para poder progresar civilizadamente y en paz.

Argentina carece de esa ley, pero lo que más se aproxima a ella es su Constitución histórica creada bajo la inspiración de Juan Bautista Alberdi. Naturalmente, no es una Constitución que registre los enormes adelantos que representó la Escuela Austriaca de Economía, pero su iluminación en las ideas liberales del momento significó un gran progreso y avance para las costumbres antiliberales de la época que se pretendían dejar atrás.

Lamentablemente, la tradición popular argentina por el irrespeto a leyes de ese tipo determinó que tan pronto se hubiera sancionado se la hubiera empezado a violar gradualmente y, cada vez con mayor intensidad, lo fue durante todo el transcurso del siglo XX hasta hoy, donde varios pretendieron reemplazarla, habiéndolo logrado Juan Domingo Perón en 1949 que la derogó y creó la suya propia que, afortunadamente, sólo duró hasta su caída pocos años después.

Pero, sin embargo, la nueva filosofía populista que Perón legó a los argentinos ha penetrado a través de las leyes que reglamentan su ejercicio, y por esa vía se ha filtrado, llegando a la paradoja actual de tener una Constitución que claramente contiene disposiciones que (especialmente a partir de su reforma de 1994) se contraponen entre si al procurar la difícil simbiosis de conservar la primera parte de los Principios, Derechos y Garantías (que tiene en su espíritu al individuo frente al gobierno) y una segunda parte, incorporada y reformada en 1994, que trata de fortalecer al poder ejecutivo, a pesar que en la exposición de motivos de los constituyentes de ese año se expresa todo lo contrario. Tan típicamente argentino como decir que se va a hacer una cosa y se termina haciendo exactamente su opuesto.

Estas ambigüedades y contradicciones que tienen raíz histórica continúan hoy bajo este nuevo gobierno que, siguiendo esa misma línea, trata de imponer sus leyes las que, lejos de estar acercándonos a una libertad sólo declamada, nos demuestran cada día que pasa que nos aleja de ella y, en el mejor de los casos, promete dejarnos donde estábamos antes de su elección: en el mismo punto donde nos encontramos desde hace décadas.

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