Accion Humana

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Revista Digital

No es un irresponsable



Por Gabriel Boragina ©

 

Existe una tendencia muy marcada en tratar de desvincular los actos de gobierno entre los que se llevan a cabo -por un lado- por el jefe de estado y -por el otro- por sus ministros, cargando sobre las espaldas de esos últimos todas las malas políticas de la gestión y, de tal manera, justificar o exonerar de toda culpa por ella al primero de los mencionados.

Esta tendencia implica desconocer que, al menos en el caso argentino, existe una cláusula constitucional como el artículo 103 que textualmente dice lo siguiente :

Artículo 103.- Los ministros no pueden por sí solos, en ningún caso, tomar resoluciones, a excepción de lo concerniente al régimen económico y administrativo de sus respectivos departamentos.

El texto es clarísimo y no dejar lugar a duda alguna. El titular del ejecutivo es el primer y el ultimo responsable de cada una de las cosas que dicen y hacen sus ministros, y no puede desentenderse de ellas, como asi tampoco delegar en ellos funciones u obligaciones que posteriormente pueda desconocer en caso de fracasar. No hay escapatoria. Por mucho que se esfuercen quienes quieran excusarlo y echarle las culpas de sus errores, ignorancias y desaciertos a sus ministros, siempre será el último ejecutor, tanto de un buen como un deficiente encargo de sus colaboradores.

Al respecto, comenta el autorizado tratadista y constitucionalista Dr. Badeni :

Los ministros, si bien forman parte del órgano ejecutivo, no lo ejercen ni son sus titulares. El acto de refrendar o de legalizar al cual alude el art. 100, reiterando disposiciones similares contenidas en el Estatuto de 1815 (art. 5o del cap. II) y en el Estatuto de 1817 (art. 33), no equivale al ejercicio del Poder Ejecutivo sino a su control velando para que él no se aparte de la Constitución en un todo de acuerdo con los principios que configuran al sistema republicano de gobierno.

El Presidente es el único titular del Poder Ejecutivo y es el único que puede ejercer la función ejecutiva del gobierno. Bajo su dependencia, los ministros integran el órgano ejecutivo con el carácter de colaboradores dotados de jerarquía constitucional. Sus funciones son las de colaborar, y es recaudo republicano el que estén dotados de la suficiente independencia de espíritu para controlar la actuación del Presidente negándose a participar en la ejecución de aquellos actos que se oponen al texto de la Constitución o al interés de la Nación.[1]

Cabe acotar por nuestra parte a esta excelente cita que, ni el titular del ejecutivo ni sus ministros observan la Constitución de la Nación Argentina.

Las resoluciones de los mismos, a las que alude el articulo citado, se refieren tanto a lo que resuelven comunicar como a lo que determinan hacer, es decir, tanto a sus dichos como a sus hechos. Máxime cuando resuelven hacer declaraciones públicas en los medios, o bien privadas sabiendo que pueden trascender a tales medios más tarde o más temprano. Nadie, en el ámbito del gobierno, puede válidamente (sin violar la Constitución de la Nación) alegar que uno desconocía lo que pensaba el otro (como tan a menudo se suele escuchar en ese tan típico argentinismo por el cual ''la causa de lo malo siempre es del otro, y de lo bueno siempre es de uno'').

Sabia ha sido la Constitución (como diría el ilustre Alberdi) en incluir dicha cláusula en su articulado, pese a lo cual se la ignora cada vez que la ocasión así lo presenta a los que gobiernan.

El caso se aplica al actual poder ejecutivo argentino, donde sus visibles y notorios errores en política económica pretenden hacerse recaer exclusivamente sobre las espaldas del ministro de economía, como si su jefe inmediato no tuviera nada que ver y este fuera una víctima de aquel. Pero el truco es en vano. La obligación es indelegable, como lo indica taxativamente el art. 103 constitucional.

Bien visto, la norma es lógica, por cuanto si se piensa que los ministros no se eligen ni se designan a sí mismos en tales cargos, y se supone que sus nombramientos lo son porque se los considera verdaderos expertos en cada una de sus áreas, no puede menos que recaer la responsabilidad absoluta de sus nombramientos en aquel quien cometió el error de elegir a las personas equivocadas para que lo asistan en la función de gobernar. Demuestra así su más absoluta incompetencia e inepcia en la selección de sus colaboradores.

Y si estos cometen errores (ya sean leves o graves) los mismos son también incumplimientos de aquel que conociéndolos, igualmente y a pesar de ello, los avaló de todos modos en lugar de impedirlos, teniendo, en ambos casos, el más absoluto poder para hacerlo. Si, por el contrario, la tarea de todos fuera exitosa valdría, desde luego, el mismo principio. Pero no se trata del caso argentino este último.

Mal síntoma es una alta rotación de ministros, tanto, como la equivalente a la permanencia inmutable de aquellos mismos que no hacen más que incurrir en torpezas (sean anuales, mensuales, semanales o diarias). Uno y otro síntoma no hacen más que exhibir que, quien tiene a su cargo la decisión última de designarlos o removerlos es tan o más incapaz que las personas que nombra o echa. Y es esto lo que en lenguaje legal nos está diciendo el art. 103 de la Constitución Argentina.

Naturalmente, ni los distinguidos Constituyentes que redactaron nuestra Magna Carta, ni los tratadistas más eminentes del Derecho Constitucional (como el que hemos citado arriba) podían imaginar que mamarrachos tan impresentables como los actuales gobernantes terminarían en los altos cargos que -aquellos- pensaban estarían reservados, por lo menos, a personas que demostraran un mínimo de idoneidad.

Con todo, el propósito de estas líneas es despejar ese mito de que los únicos culpables de las defectuosas gestiones gubernamentales son los ministros y no quien los nomina. Siendo que es justamente al revés.

Lo que debería existir en la Constitución (y que correspondería ser de mayor flexibilidad que lo es actualmente) sería un mecanismo para poder remover al verdadero autor de preferir ministros incompetentes, lo que debiera proceder de una lectura correcta del fenómeno que tratamos, porque la equivocada elección proviene del que elige, y no del elegido o -en todo caso- los actos del nominado son desacertados porque quien lo seleccionó no fue capaz de contar con los conocimientos mínimos para poder evaluar si sus colaboradores iban (o no estar) a la altura de las circunstancias.

Si fuera cierto (como se comenta) que, en realidad, los actuales ministros que tiene el ejecutivo no fueron seleccionados por su causante sino que fueron impuestos por otros partidos supuestamente ''aliados'' simplemente para facilitarle la tarea de gobernar, la situación, de ser cierta, no podría ser peor. Porque la lectura de esto es que el ''ganador'' no sería en este caso más que un pelele o marioneta a las órdenes del resto de sus aliados, y su ''poder'' es meramente aparente, un fantoche, por estar condicionados a lo que otros políticos le indiquen o marquen el paso. Políticos a los que se ha denostado en campaña, llamándolos despectivamente como miembros de una ''casta'', a la cual tuvo que finalmente subordinarse para poder ‘’gobernar’’.

El aceptar tales imposiciones extrañas de gente a la que se ha despreciado en la campaña, y a la que se ha prometido erradicar de la política, para luego, contrariamente, incorporar a esa misma gente entre sus cuadros gubernamentales, habla de la más completa carencia de ideas, ideales, principios, respeto a si mismo y de dignidad de ningún tipo.


[1] Badeni, Gregorio. Tratado de Derecho Constitucional. Tomo II- 2ª Edición Actualizada. Ampliada - 2a M. - Buenos Aires- La Ley, ISBN 987-03-0947-X (Tomo II)-ISBN 987-03-0945-3 (Obra Completa) Pág. 1684.

‘’Debe estar mal asesorado’’

 


Por Gabriel Boragina ©

 

Una disculpa cómoda para defender a personas incapaces que están al mando de una organización cualquiera (país, empresa, etc.) suele ser la del título.

Se trata, claramente, de una excusa, a modo de justificación (o cuando es el propio involucrado el que lo alega, autojustificación) por uno o más errores cometidos al frente de una gestión que, de una u otra manera, directa o indirectamente, revelan que el excusado no demuestra ser capaz para el cargo que desempeña. No es otra cosa más que de la ausencia de la idoneidad que exige el art. 16 de la Constitución de la Nación Argentina.

La cuestión es más grave cuando es el caso de un jefe de estado. Porque lo supone un irresponsable en todo el sentido de la palabra. Ya que si estuvo ''mal asesorado'', quiere decir que lo fue desde el principio, cuando comenzó la campaña política para las elecciones, y siguió estándolo una vez que triunfó en ellas con ese asesoramiento, con lo cual es otra manera de decir (sin decirlo expresamente) que los que los votaron fueron engañados por los asesores del que terminó ganando. O (en otra lectura) que los votantes fueron ingenuos o tontos.

La expresión también habla de la incapacidad del asesorado para elegir a sus asesores. Como vemos, por un lado o por el otro, llegamos siempre al mismo punto: ya sea para ejercer el poder o para seleccionar a quienes lo asesorarán para un ejercicio eficaz, si los resultados no son los prometidos, el asesorado es, desde todo ángulo, un completo inepto.

Pero es inútil intentar de justificarlo echándole la culpa de sus torpezas a sus asesores con ese argumento falso. Se procura poner de relieve que, el que es descalificado para una función, tarde o temprano, una vez en el ejercicio de ese puesto, pondrá en evidencia su inhabilidad para el mismo. No importa mucho si esa incompetencia es técnica, académica, política, psicológica (incluso psiquiátrica) o de otro tipo. Lo importante en una actividad ejecutiva no son las explicaciones de por qué no pueden o pudieron hacerse las cosas, sino los resultados. Y si estos son negativos su autor no sirve para el cargo en cuestión.

Si el asesorado es, al menos, capaz de darse cuenta que ha recibido un mal consejo (o muchos) una forma de demostrar su idoneidad para el cargo es el despido inmediato de los asesores que lo han malaconsejado, y el consiguiente nombramiento de nuevos que corrijan las anteriores recomendaciones inadecuadas. Pero si, en este caso, vuelve a cometer las mismas faltas u otras nuevas, el problema no existe ya en los consejeros sino en el titular que hizo las nuevas designaciones.

En definitiva, es inútil querer diluirlo de su responsabilidad a quien debe dirigir una cuestión (o un cúmulo de ellas) que se le ha encomendado suponiendo en él las capacidades técnicas necesarias e imprescindibles, las que, en ese ejercicio, manifiesta no poseer.

Y si la ocupación encargada es de gran responsabilidad la cosa se agrava más todavía.

Quien ha competido por un cargo y lo ha ganado, es porque quienes lo han elegido han creído como reales ciertas aptitudes y habilidades que, en algún momento, el triunfador ha declarado tener. Si en ejercicio de esas funciones el electo exhibe manifiestamente -en los hechos- no haberlas, debería tener la suficiente conciencia y honestidad como para espontáneamente reconocerlo, pedir las disculpas del caso a quien o quienes corresponda, y dejar el espacio despejado para otros que estén verdaderamente a la altura de las circunstancias. Y si no procede de esta manera racional y decorosa, quienes lo eligieron (y en definitiva fueron engañados al así hacerlo) están en su pleno derecho de revocar la designación que, inducidos por esa falsa creencia, le han conferido.

Este principio resulta tan aplicable a un empleado en el sector privado como en el estatal, y con más razón en este último donde se confieren posiciones de poder que, de un modo u otro, afectan en forma directa o indirecta al conjunto de la sociedad.

Lamentablemente, en el caso argentino no sucede de este modo. Frente a incompetencias evidentes (e incluso actos de corrupción) los protagonistas no sólo no se dan por enterados de los mismos sino que continúan sin más en el ejercicio del poder, sin reconocer propias responsabilidades, deslices, ni culpas, al tiempo que, cuando rara vez admiten frustraciones, se las atribuyen a la oposición o a sectores ''golpistas''. Políticamente, la única excepción que encuentro a esta constante ha sido el caso del presidente Macri quien, ya fuera del poder, ha hecho una profunda autocrítica de su propio gobierno. Pero configura la excepción que confirma la regla.

El resto, incluyendo el gobierno actual, no se han hecho cargo de sus ineptitudes, traspiés, incompetencias, etc. sino que utilizaron (y en el caso actual continúan haciéndolo) el repertorio de excusas que hemos señalado desde el principio, y que podemos resumir en la frase coloquial de: ''la culpa es del otro, nunca mía''.

La realidad es que, subestiman al votante, al que, en muchos casos, los políticos consideran un incapaz susceptible de ser manejado solamente con un buen marketing y un discurso apropiado y, lastimosamente, en el caso argentino, hay que aceptar que esta estrategia les ha dado a los políticos muy buenos resultados.

El pueblo argentino es mayoritariamente mítico. Tiene una fuerte proclividad a creer en mitos y seres providenciales que armados del poder político harán los milagros que sean necesarios para sacar al pueblo de la miseria. Confunden efectos con causas y viceversa. Y si fracasan fue, no por sus propias incapacidades y errores sino, porque estuvieron ''mal asesorados''.

 

La lucha contra la inflación

 


Por Gabriel Boragina ©

 

En una publicación extranjera supuestamente ''liberal'', leí que el gobierno argentino esta ''luchando contra la inflación''.

Me llamó mucho la atención el título, habida cuenta de que hay consenso dentro del liberalismo que la inflación consiste en un fenómeno puramente monetario, que encuentra su origen precisamente en el seno del mismo gobierno, ya sea emitiendo moneda o permitiendo que otros lo hagan (a la primera se le llama producción primaria de dinero, y a la segunda, producción secundaria) sin contar, en ambos casos, con un respaldo equivalente, ya sea en bienes o servicios. Algunos autores la designan exógena al mercado para diferenciarla de la endógena que, por definición, sería aquella que no se encuentra regulada, ni autorizada por el gobierno.

Siendo que, en el caso argentino, nunca existió ninguna emisión monetaria por causas endógenas al mercado sino que siempre lo fue por las exógenas, de todo ello deriva que lo único que necesita el gobierno para acabar con el flagelo de la inflación es simplemente dejar de emitir dinero y eliminar la obligación de los bancos de mantener encajes, es decir, operar dentro de un sistema de reserva fraccional que no fuera fruto de un pacto expreso de los bancos con cada uno de sus depositantes.

Siendo el anterior un postulado esencial para la existencia de cualquier economía que se llame de mercado. no puede entenderse, entonces, cual sería esa ''lucha'' que se dice estar sosteniendo o que debe librar el gobierno argentino para suprimir la inflación, dado que -como se ha explicado- no depende más que de una decisión puramente política o, como decía el afamado Leonard Reed, se trata nada más que de ''apretar un botón'‘ o en el caso de la inflación, mejor dicho, desapretarlo para que las imprentas del banco central dejen de emitir dinero y. por el lado bancario, derogar la obligación de conservar encajes mínimos forzosos dejándolos a la libre voluntad de las partes contratantes, es decir, los propios bancos y sus clientes.

Si el gobierno argentino desconoce todo esto, mal puede autodenominarse ''liberal/libertario'' como lo hace sin parar.

Los que hacen de ''la lucha contra la inflación'' su bandera son precisamente los gobiernos antiliberales, que encuentran orígenes muy distintos a los señalados anteriormente, y opinan que la causa de la inflación no es monetaria sino extra monetaria, atribuyendo a las especulaciones que hacen los particulares, empresarios y comerciantes, confabulados o por separado, de quienes se dice que ''manipulan'' los precios en una constante puja por subirlos y, de esa suerte, provocan el fenómeno inflacionario.

Este discurso, aunque falso desde la óptica de la Escuela Austríaca de Economía, al menos tiene su coherencia interna, en el sentido de que, si eventualmente fuera cierto, cabría entonces pues sí, darles batalla a esos imaginarios seres ''malvados'' tachados de especuladores.

Pero no deja de ser extraño (y muy sospechoso) que un autoproclamado gobierno ''liberal/tario'' sustente el mismo pseudoargumento que, desde siempre, defendió a capa y espada la izquierda y derecha socialista para explicar las causas y orígenes de la inflación.

Y no menos curioso es que, siguiendo ese mismo ''razonamiento'' falaz, también tengan que coincidir con los socialistas sobre los ''remedios adecuados'' para armarse en esa lucha contra el imaginario dragón inflacionario.

Las recientes declaraciones del ministro de economía, Caputo, agregan más confusión sobre la ya existente en cuanto al plan económico del gobierno. En menos de una semana pasó de defender la expansión de la base monetaria (incluso señalando que era un objetivo del gobierno) para, como decimos, una semana después, condenarla enfáticamente.

Si bien algunos autores hablan de la base monetaria como si fuera un sinónimo de la oferta monetaria, lo cierto es que, es sobre la base monetaria que se calcula la oferta. Por ejemplo, el profesor Sabino en su Diccionario la define así:

base monetaria. Término empleado para designar a los activos sobre los cuales, a través del multiplicador monetario, se determina la oferta monetaria total. Ellos corresponden a las reservas internacionales netas, los activos internos y el financiamiento que dan los bancos centrales al gobierno; a ellos hay que restarles los pasivos no monetarios y el capital pagado y reservas del banco central. (V. MULTIPLICADOR; OFERTA MONETARIA)[1].

De acuerdo a esta definición, lo relevante no es la base sino la oferta, lo que revela el grado de confusión del gobierno, y lo poco claro en cuanto al objetivo que, en todo caso, dista de cualquier proyecto ''liberal/tario''.

La base monetaria sólo adquiere importancia cuando se amplía su concepto y se lo extiende a toda la gama de bienes y servicios existentes en una economía determinada. Entendida de esta manera, una economía es sana cuando la oferta monetaria nunca excede dicha base. Lo que no es el caso de la Argentina.

Pero usualmente, y tal como parecen las declaraciones del ministro Caputo, por base monetaria sólo se entienden las reservas que el banco central tiene en su poder o, como mucho, en su activo. Este concepto estrecho y limitado de la base, además de errado, es peligroso, porque estimula a los directores burócratas de la economía a ampliar la oferta generando inflación. Es decir, lo contrario a lo que declaman demagógicamente. 

En definitiva, no se ve que requiera ''lucha'' alguna, más que la decisión política de reducir la oferta monetaria a cero, con independencia de cuál sea la base monetaria, para terminar con la inflación. Si no se lo hace así (y no se lo hace) es que no se tiene idea del tema o bien, teniéndola, se quiere ejecutar la típica política económica que se viene llevando a cabo en la Argentina durante decenios. O sea, combatir la inflación en sus efectos y no en sus causas.

Y como liberales esto nos preocupa. Y más aún cuando publicaciones supuestamente ''liberales'' como la mencionada al principio, se hacen eco de expresiones antiliberales como las de la ''lucha contra la inflación'' que supone desconocer el origen real del flagelo.

No es el único error que comete el gobierno, ya que tampoco demuestra tener en claro la diferencia entre el índice de precios y la emisión monetaria, creyendo erradamente que ambos son sinónimos, o que expresan valores análogos.

En resumen, la cuestión se enmarca dentro del caos que deja traslucir el elenco gobernante, fruto de su heterogénea composición, de ideologías contradictorias, donde predominan figuras de conocida militancia populista fuera de las filas del liberalismo político y completamente alejadas del académico (inclusive del de izquierda).


[1] Carlos SABINO; Diccionario de Economía y Finanzas. Contiene léxico inglés-español y traducción de los términos al inglés. Consultores: Emeterio Gómez; Fernando Salas Falcón; Ramón V. Melinkoff. CEDICE. Editorial Panapo. Caracas. Venezuela.

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