Accion Humana

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Revista Digital

‘’Debe estar mal asesorado’’

 


Por Gabriel Boragina ©

 

Una disculpa cómoda para defender a personas incapaces que están al mando de una organización cualquiera (país, empresa, etc.) suele ser la del título.

Se trata, claramente, de una excusa, a modo de justificación (o cuando es el propio involucrado el que lo alega, autojustificación) por uno o más errores cometidos al frente de una gestión que, de una u otra manera, directa o indirectamente, revelan que el excusado no demuestra ser capaz para el cargo que desempeña. No es otra cosa más que de la ausencia de la idoneidad que exige el art. 16 de la Constitución de la Nación Argentina.

La cuestión es más grave cuando es el caso de un jefe de estado. Porque lo supone un irresponsable en todo el sentido de la palabra. Ya que si estuvo ''mal asesorado'', quiere decir que lo fue desde el principio, cuando comenzó la campaña política para las elecciones, y siguió estándolo una vez que triunfó en ellas con ese asesoramiento, con lo cual es otra manera de decir (sin decirlo expresamente) que los que los votaron fueron engañados por los asesores del que terminó ganando. O (en otra lectura) que los votantes fueron ingenuos o tontos.

La expresión también habla de la incapacidad del asesorado para elegir a sus asesores. Como vemos, por un lado o por el otro, llegamos siempre al mismo punto: ya sea para ejercer el poder o para seleccionar a quienes lo asesorarán para un ejercicio eficaz, si los resultados no son los prometidos, el asesorado es, desde todo ángulo, un completo inepto.

Pero es inútil intentar de justificarlo echándole la culpa de sus torpezas a sus asesores con ese argumento falso. Se procura poner de relieve que, el que es descalificado para una función, tarde o temprano, una vez en el ejercicio de ese puesto, pondrá en evidencia su inhabilidad para el mismo. No importa mucho si esa incompetencia es técnica, académica, política, psicológica (incluso psiquiátrica) o de otro tipo. Lo importante en una actividad ejecutiva no son las explicaciones de por qué no pueden o pudieron hacerse las cosas, sino los resultados. Y si estos son negativos su autor no sirve para el cargo en cuestión.

Si el asesorado es, al menos, capaz de darse cuenta que ha recibido un mal consejo (o muchos) una forma de demostrar su idoneidad para el cargo es el despido inmediato de los asesores que lo han malaconsejado, y el consiguiente nombramiento de nuevos que corrijan las anteriores recomendaciones inadecuadas. Pero si, en este caso, vuelve a cometer las mismas faltas u otras nuevas, el problema no existe ya en los consejeros sino en el titular que hizo las nuevas designaciones.

En definitiva, es inútil querer diluirlo de su responsabilidad a quien debe dirigir una cuestión (o un cúmulo de ellas) que se le ha encomendado suponiendo en él las capacidades técnicas necesarias e imprescindibles, las que, en ese ejercicio, manifiesta no poseer.

Y si la ocupación encargada es de gran responsabilidad la cosa se agrava más todavía.

Quien ha competido por un cargo y lo ha ganado, es porque quienes lo han elegido han creído como reales ciertas aptitudes y habilidades que, en algún momento, el triunfador ha declarado tener. Si en ejercicio de esas funciones el electo exhibe manifiestamente -en los hechos- no haberlas, debería tener la suficiente conciencia y honestidad como para espontáneamente reconocerlo, pedir las disculpas del caso a quien o quienes corresponda, y dejar el espacio despejado para otros que estén verdaderamente a la altura de las circunstancias. Y si no procede de esta manera racional y decorosa, quienes lo eligieron (y en definitiva fueron engañados al así hacerlo) están en su pleno derecho de revocar la designación que, inducidos por esa falsa creencia, le han conferido.

Este principio resulta tan aplicable a un empleado en el sector privado como en el estatal, y con más razón en este último donde se confieren posiciones de poder que, de un modo u otro, afectan en forma directa o indirecta al conjunto de la sociedad.

Lamentablemente, en el caso argentino no sucede de este modo. Frente a incompetencias evidentes (e incluso actos de corrupción) los protagonistas no sólo no se dan por enterados de los mismos sino que continúan sin más en el ejercicio del poder, sin reconocer propias responsabilidades, deslices, ni culpas, al tiempo que, cuando rara vez admiten frustraciones, se las atribuyen a la oposición o a sectores ''golpistas''. Políticamente, la única excepción que encuentro a esta constante ha sido el caso del presidente Macri quien, ya fuera del poder, ha hecho una profunda autocrítica de su propio gobierno. Pero configura la excepción que confirma la regla.

El resto, incluyendo el gobierno actual, no se han hecho cargo de sus ineptitudes, traspiés, incompetencias, etc. sino que utilizaron (y en el caso actual continúan haciéndolo) el repertorio de excusas que hemos señalado desde el principio, y que podemos resumir en la frase coloquial de: ''la culpa es del otro, nunca mía''.

La realidad es que, subestiman al votante, al que, en muchos casos, los políticos consideran un incapaz susceptible de ser manejado solamente con un buen marketing y un discurso apropiado y, lastimosamente, en el caso argentino, hay que aceptar que esta estrategia les ha dado a los políticos muy buenos resultados.

El pueblo argentino es mayoritariamente mítico. Tiene una fuerte proclividad a creer en mitos y seres providenciales que armados del poder político harán los milagros que sean necesarios para sacar al pueblo de la miseria. Confunden efectos con causas y viceversa. Y si fracasan fue, no por sus propias incapacidades y errores sino, porque estuvieron ''mal asesorados''.

 

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