Por Gabriel Boragina ©
Cada vez encuentro más personas que confiesan que, si bien votaron por el gobierno actual lo han hecho no plenamente convencidas sino forzadas por las circunstancias y como única vía de impedir que continuara el gobierno anterior.
Esta manera de actuar deviene no de una visión individualista sino colectivista. Colectivista en el sentido de la popular creencia de que son los colectivos los que determinan nuestra suerte y en particular ese colectivo representado por el gobierno, visto como un grupo de personas que, por el sólo hecho de acceder al poder, ‘’sabrá qué hay que hacer y la mejor forma de hacerlo''. Este craso error, fruto de la educación colectivista, se extiende desde antaño hasta el presente y, probablemente, seguirá repitiéndose en el futuro hasta que se produzca un cambio de paradigma el que, por el momento, no se avizora.
El paternalismo estatal está detrás de esta creencia. A la confesión anterior se le suele agregar que, aunque no se ‘’apoye al gobierno’’ se espera ''que le vaya bien''.
Parece no comprenderse que lo que es bueno para el gobernante suele ser lo opuesto para el gobernado.
Ludwig von Mises ha definido sabiamente al gobierno como el aparato de fuerza y coacción y nada hay más opuesto a la libertad que la fuerza y la coacción. Desde este ángulo, si al gobierno le va bien implica que a la libertad le ira mal. Y no hay salida para este dilema, excepto que el gobierno no haga absolutamente nada, salvo reprimir la libertad de los que hacen mal.
Pero definir lo que está mal dejado en manos del gobernante es muy peligroso, porque, en general, la tentación del poder de precisar que lo malo es aquello que se oponga a ese poder lo lleva a restringir aún más la libertad y usar ese aparato represivo para limitar crecidamente todavía la libertad de todos, tanto de los que hacen mal como los de lo que hacen bien.
La cuestión real es que, el mal que el gobierno debe combatir y contra el cual usar su fuerza represiva, es el mal que las personas (que no gobiernan) les hacen a otras personas que tampoco gobiernan, y no a las personas que si gobiernan. Es aquí donde se produce el malentendido, si es que, en realidad, esto consiste en un malentendido y no en un acuerdo tácito, donde todos (o la mayoría) casi sin saberlo, están de acuerdo.
Pero raramente la fuerza del gobierno se usa en dicho sentido, o no exclusivamente en el mismo. Es decir, el poder reprime no sólo a los gobernados que hacen mal a otros gobernados sino a los gobernados que hacen críticas al gobierno mismo.
Este gobierno argentino actual no es la excepción a esta regla. La manera personalista en el que se ejerce y la falta cada vez más evidente de capacidad de todos sus integrantes (desde el jefe de todos hacia el ultimo cargo) día a día conforma todo lo dicho arriba.
Pese a todo, la gente que no se detiene a pensar de este modo sigue esperando que al gobierno ‘’le vaya bien’’ porque creen que asi les ira mejor a ellos. Es todo una contradicción.
Desde el momento que el gobierno para existir debe cobrar impuestos está (en ese mismo momento) haciéndole un mal a la gente, comenzando por los que no votaron al actual gobierno, y siguiendo por aquellos que si lo votaron, pero con la expectativa de que esos impuestos volvieran duplicados en beneficios para sus propias personas, familiares y amigos.
Casi no se piensa que el gobernante es también un ser humano y que se beneficiará, en primer lugar a sí mismo, luego a sus familiares, amigos y, finalmente, devolverá los ‘’favores’’ recibidos durante la campaña política a todos aquellos que colaboraron para el triunfo. Pero como no alcanzará para todos (los recursos son escasos y las necesidades son ilimitadas) alguno quedará en el camino sin su porción esperada. En este orden de reparto, el ciudadano llano, el que votó al gobierno, permanecerá postergado, o lo que terminará recibiendo será tan ínfimo que no estará nunca a la altura de sus expectativas.
Por eso, este modo de ver las cosas es fruto del colectivismo y no del individualismo. La fantasía de creer que el colectivo gobierno es una suerte de Santa Clauss Nacional que trabaja (y debe hacerlo incansablemente) todos los días del año y no solamente en navidad para beneficiar a ese otro colectivo llamado pueblo.
Esta utopía sigue tan vigente hoy como lo era en las épocas que se creía que los reyes eran puestos por Dios para el bienestar de los súbditos. Y esta filosofía no únicamente es las de los gobernados sino también la de los gobernantes. Lo saben y se aprovechan de ella al máximo. Se cree que el gobierno es ese rey benevolente que ‘’si le va bien’’ el reino se favorece. Mentiras. Sólo se beneficiaba el mismo rey, su familia, los cortesanos, la nobleza y sus favoritos, en tanto el pueblo exclusivamente recibía las migajas. Cuando las recibía, y si las recibía. En ese sentido, como ayer, hoy.
Simplemente cambiaron las formas. Hoy en día, al rey se lo elige en democráticas elecciones. Pero una vez pasadas las mismas, todo vuelve a ser como en las antiguas monarquías y teocracias. El rey es el dios.
Asi, el actual rey argentino, elegido por las urnas en noviembre pasado, disfruta de todas las prebendas que la realeza argentina le brinda.
Desde esta perspectiva, el bien del rey es el mal de sus súbditos. Y yo, personalmente espero que les vaya bien a los súbditos y no al rey. ¿A los dos? Es imposible. Son antónimos. Porque para que les vaya bien a ambos, el rey no debería reinar, es decir, tendría que dejar de ser rey. Y en la historia, los únicos reyes que abdicaron a sus tronos fueron por la fuerza, o porque ya no tenían más alternativas que esa.
La democracia, sin duda, ha degenerado, porque su idea no fue la de elegir reyes cada tantos años sino de destronar la monarquía, y no convertirse en una nueva manera de perpetuar el sistema a través de elecciones populares. Pero el poder todo lo invade, y también se ha hecho presa de la democracia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario