Por Gabriel Boragina ©
Un país estancado y a la deriva, un gobierno errático y heterogéneo, y un cambio del que sólo se habla pero no se ve por ninguna parte. Esta podría ser la síntesis de la gestión de gobierno que comenzó en diciembre del año pasado. Poco más se puede decir al respecto que ya no hayamos dicho antes.
Mientras la multitud de opinadores de café se concentran sobre la estrambótica figura del personaje gobernante, ya sea ensalzándola o denigrándola, nosotros continuamos enfocando nuestra atención sobre las políticas prometidas y nunca cumplidas hasta la fecha, porque, como tantas veces expresamos, no son los sujetos los que nos preocupan (porque van y vienen) sino que son las acciones concretas las que nos importan y creemos que resultan relevantes.
Tenemos en mira la Constitución de la Nación Argentina, que no pone el gobierno en una sola persona sino en instituciones que son precisamente las que no se respetan en el país.
Tampoco los propósitos o ‘’metas’’ meramente declamados (como en el caso que abordamos) son notables, porque ''el camino del infierno está plagado con las mejores intenciones.''
Lo dicho anteriormente no habla en favor de los personajes circunstanciales que abordan el ejercicio del poder. Constantemente hemos dejado en claro que, frente a situaciones de manifiesta incompetencia como la que nos enfrentamos ahora, los ocasionales políticos que las llevan a cabo deben ser removidos o reemplazados de los lugares que ocupan, siempre mediante los mecanismos institucionales que el mismo ordenamiento legal establece.
Así, recurrentemente propiciamos a hacer uso de los resortes que la Constitución de la Nación contiene para desalojar a los malos gobernantes de las funciones que desempeñan (o -mejor dicho- no desempeñan) porque no se legitima el poder solamente por el voto (como cree convencidamente el vulgo) sino, fundamentalmente, por el ejercicio legal de los cargos que la misma Constitución estatuye. Este es el verdadero cumplimento de la ley, y no los meros y vacuos monólogos demagógicos a los que los políticos, tanto en ejercicio del poder como fuera del mismo, nos tienen acostumbrados.
En ese sentido, es fundamental que la persona que se elija, para llevar a cabo una ocupación que la Constitución asigna, sea idónea para el cargo. Una idoneidad que se ha definido como técnica-legal, por un lado, y moral o ética por el otro, y de faltar algún elemento de esa idoneidad, la persona no debería postularse y (de presentarse impúdicamente de todos modos) tampoco debería ser elegida.
Pero, cuando el pueblo que vota carece, a su vez, de la suficiente educación cívica como para poder distinguir entre una capacidad u otra o falta de estas, no cabe abrigar muchas esperanzas sobre el futuro de una nación semejante. Tal es el caso de Argentina.
También sería el hecho de suponer que para ese pueblo ninguna capacidad es necesaria para gobernar sabiamente. Que sólo es suficiente elegir a alguien que tome el timón y lo dirija. Que ‘’salve’’ a la nación. Es el enfoque populista, que es ''carne'' de y entre los argentinos.
Las soluciones mágicas prometidas en campaña por un maniático farandulesco, improvisado e inexperto, sólo insistentemente impulsado mediáticamente, no aparecen por ninguna parte, y dudo mucho que lo hagan.
Fueron autores lúcidos, como Friedrich A. von Hayek, los que enseñaron que los cambios sociales son evolutivos y no revolucionarios. Sin embargo, no hay absolutamente nadie (fuera de unos muy pocos) que entienda o siquiera imagine algo así en la Argentina. Prueba de ello es que (aparte de círculos muy estrechos, minoritarios, selectos y masivamente desconocidos) nadie habla de ello en ningún lado. Ni en público ni en privado.
Pero también es necesaria la gestión de hombres lúcidos y en pleno goce de sus facultades, y en sus cabales, para interpretar esos cambios que la sociedad reclame. Los hay en Argentina, pero nadie los conoce como para ponerlos al frente, y que sean los medios idóneos de materializar esos cambios.
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