Accion Humana

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Revista Digital

Decretos, jueces, y conciencia liberal

 


Por Gabriel Boragina ©

 

Se dijo que el liberalismo conlleva el respeto irrestricto por el proyecto de vida ajeno. Yo podría acordar con esa definición si se le agregara la condición: siempre y cuando se acepte que ese proyecto de vida ajeno no consiste en interferir con los proyectos de vida de los demás, en tanto ese respeto sea reciproco en una sociedad o comunidad dada.

Para garantizar ese respeto ha surgido el Derecho, cuya misión específica es el arreglo pacífico de los conflictos que pudieran darse entre los miembros de una sociedad. En esta perspectiva, el Derecho es un instrumento de convivencia reposada entre los individuos de esa sociedad.

Y es el Derecho el que crea la ley y no al revés, como suele pensarse comúnmente bajo el influjo del positivismo jurídico, en el cual yo no creo (pese a haberme formado con un 99% de profesores de esa escuela de pensamiento).

El derecho crea la ley, y la Ley Fundamental es la Constitución. Todas las demás leyes dependen de ella. Un Estado de Derecho es un Estado Constitucional. La Constitución de la Nación Argentina histórica de 1853 y sus reformas de 1860, 1866 y 1898, fue una constitución de inspiración liberal. Trazo una diferencia importante cuando digo de inspiración y no directamente liberal (a secas). El liberalismo ha ido evolucionando, como todo, en el curso de las décadas.

Con la reforma de 1994 aquella Constitución histórica perdió mucho de ese espíritu liberal que, mal o bien, pudo mantenerse durante la última parte del siglo XIX hasta ese último año. En el camino fue desconocida por numerosos golpes militares; Perón la derogó por completo y creó la suya propia en 1949. y si bien otro golpe militar la restableció en 1955, volvió a ser desconocida por muchos otros gobiernos de facto a lo largo del siglo XX. Hoy, apenas pueden reconocerse algunas pocas cláusulas liberales sobrevivientes de los escombros políticos que sufriera a lo largo de su accidentada vida hasta la actualidad.

Éticamente, un gobierno que proclama ‘’adherir’’ al liberalismo, debería cumplir estrictamente con las cláusulas de ella que, aun a duras penas, se pueden considerar liberales, y abstenerse de ejecutar aquellas otras que no son liberales e -incluso- las que son declaradamente antiliberales.

La división de poderes en que se basa todavía su texto debería observarse rigurosamente por un gobierno ''liberal''. Es que esa separación de competencias entre los órganos ejecutivo, legislativo y judicial es una conquista del liberalismo constitucional y no otra cosa. Por ello, un gobierno liberal jamás debería traspasar esa frontera infranqueable que delimita un poder de los otros dos.

Entre las cláusulas antiliberales que contiene la Constitución de la Nación Argentina a partir de su reforma del 94 están los tristemente célebres ‘’decretos leyes’’ a los que nos hemos referido muchas veces, y ahora hermoseados en el texto constitucional con el pomposo nombre de decretos de necesidad y urgencia, que no son otra cosa que los mismos ‘’decretos leyes’’ que nacieron en el país al amparo de los numerosos gobiernos militares de facto que, al suprimir el Congreso, subsumían entre sus facultades ejecutivas también las legislativas.

Resulta lamentable que ese instituto de los ‘’decretos leyes’’ haya sido incorporado a la Constitución, convalidando una práctica no sólo antidemocrática sino fundamentalmente antiliberal, por cuanto el liberalismo ha sido constante en su prédica por la atomización del poder en contra de su concentración, y los ‘’DNU’’ implican claramente la centralización del poder, precisamente lo contrario a su indispensable fragmentación, para dejar de constituir la amenaza que la misma firmemente ha configurado en el pasado y en el presente aun en los estados totalitarios que sobreviven bajo diferentes formas y denominaciones.

Mas deleznable todavía y más antiliberal aun es la costumbre de designar jueces por esa vía. Y peor todavía si esos jueces son los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

La disculpa, asiduamente a mano, de que la mayoría (o todos) los gobiernos incurrieron en ese hábito es la famosa falacia ad populum, por la cual se pretende justificar un mal uso, un error, una mala conducta o un vicio, sencillamente, porque la mayoría lo hizo o lo hace. En la remota antigüedad, la mayoría creía que la Tierra era plana, estaba fija en el centro del universo y todos los astros giraban en torno de ella. Los que pusieron en duda tal creencia mayoritaria fueron o estuvieron a punto de ser quemados en la hoguera de los inquisidores, situación graficada con el famoso proceso seguido a Galileo Galilei quien, para evitar su ejecución, tuvo que retractarse ante el tribunal inquisidor de haber afirmado que era la Tierra la que giraba en torno del sol (y no a la inversa, como se creía y sostenía oficialmente).

Un error no justifica otro error. El compromiso humano incesantemente debe ser con la verdad, y más cuando de un liberal se trata.

Si un gobernante liberal no logra convencer de sus ideas a los ciudadanos, nunca debe recurrir a la ley para ello. Porque la ley es el instrumento de la fuerza y el liberalismo es todo lo contrario a la fuerza misma. De allí que, he juzgado que L. v. Mises tenía mucha razón cuando, en su obra Liberalismo, sostuvo que un gobierno liberal era una contradicción en términos. Con ello, no se proclamaba un anarcocapitalista. Nunca afirmó que el gobierno no debería existir. Sólo constató una realidad: que un gobierno sólo podría aplicar liberalismo si estaba sostenido por una sociedad que previamente ya lo era antes y que lo había elegido para ese fin político. Lo que podemos sintetizar en el aforismo: no hay, ni puede haber nunca gobierno liberal sin una sociedad liberal

De más está decir que este no es el caso de la Argentina, que no tiene ahora, ni tuvo jamás antes (ni siquiera en tiempos de Alberdi) como sostén cultural un pueblo liberal. Siempre, claro está, cuando hablamos de pueblo o sociedad nos referimos a las mayorías que, invariablemente, son las que gobiernan (en última instancia) aun cuando deleguen ese poder en una minoría.

Constantemente, son las mayorías las que gobiernan, sea por acción o por omisión, aun en las dictaduras más sangrientas y en la medida que la opresión no se haga tan aguda como para resistirla y rebelarse, cuenta con el apoyo de la mayoría cómplice con su acción o con su silencio, con su hacer o no hacer en contra o a favor de ella.

Volviendo al ahora, paso a paso, se constata lo alejada que esta la Argentina de ser una sociedad liberal y llegar a tener, algún día, un genuino gobierno liberal.

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